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A más de treinta años desde que se anunciara la World Wide Web (1991), la exposición mundo[>·<]interior // backup! v4 del artista uruguayo Brian Mackern, revisita los comienzos de la estética digital en red, ese breve lapso en que Internet aún parecía un territorio liberado; una nueva dimensión para hacer circular conocimientos, representaciones y deseos sin mediación institucional ni fronteras físicas. En aquel umbral del milenio, la promesa tecnológica se fundía con una pulsión utópica de libertad y experimentación. Hoy, estar conectados no es una opción: es la condición estructural de nuestra existencia cotidiana. Pero la ‘red’ ya no opera como metáfora de conexión, sino como trampa. Una trama algorítmica donde los vínculos han sido capturados por las lógicas del control, la vigilancia y la monetización de toda forma de presencia virtual. Es en este contexto que la obra de Brian Mackern se activa como cápsula temporal, archivo resonante y ejercicio crítico de reencuentro con una sensibilidad digital que fue, y que tal vez aún persiste en los márgenes.
Brian Mackern -reconocido exponente de las artes mediales a nivel internacional- ha ido coleccionando una extensa cantidad de piezas digitales, suyas y de otros. En 2019 comenzamos a darle forma a este proyecto curatorial, que consistía en desplegar el contenido de uno de sus discos duros de respaldo, el cual alberga innumerables artefactos digitales -visuales y sonoros- que datan de 1998 a 2004. La exposición tendría lugar en la Sala Anilla del Museo de Arte Contemporáneo. El estallido social retrasó la inauguración; luego, sería la pandemia. Así, pasaron casi dos años antes de que mundo[>·<]interior se dejara ver. Se trataba de una suerte de gabinete de curiosidades digitales, compuesto por piezas experimentales caracterizadas por su condición inestable, ubicua y a la vez fantasmal, y por objetos físicos testigos de una época fronteriza. En un lugar protagónico estaba el disco duro de respaldo, acompañado de piezoeléctricos adosados a su superficie que registraban el murmullo de su respiración; postales de capturas de pantallas de artefactos digitales realizados por Mackern; cuadros abstractos hechos a partir de visualizaciones de datos del mismo disco; y una impresora de matriz de puntos que iba escupiendo hojas de papel continuo con la Net Art Latino Database, un directorio de links de netartistas de América Latina cuyas obras —en su mayoría— ya no son accesibles online.
En 2025, mundo[>··<]interior se encuentran algunos tesoros: sitios web de una historia no contada del netart latinoamericano, gifs animados, dibujos en ascii, videos en baja resolución, interfaces de CD Rom, preloaders; fragmentos de películas como Los pájaros, Vértigo de Hitchcock convertidos en gif animados, fósiles digitales que inauguraron una cultura digital en red caracterizada por la apropiación, interactividad, economía recursos, hipermedialidad y el ensayo de narrativas no lineales.
En mundo[>·<]interior flotan fragmentos de una cultura digital que alguna vez creyó en su potencia subversiva. Entidades binarias extraviadas entre links rotos, residuos de dominios oxidados, scripts huérfanos y loops de audio que aún insisten en sonar desde la profundidad de un servidor. Restos de un momento donde lo digital era promesa y experimento, cuando la baja velocidad no era una traba sino la posibilidad de tener más tiempo para mirar el código, contemplar el bug, y para imaginar formas otras de hacer comunidad. En ese universo precario y titilante, la red no había sido todavía capturada por los lenguajes del capital. No había métricas de influencia ni protocolos de obediencia algorítmica. Hoy, mientras la creatividad colectiva es expropiada por plataformas extractivas, estos archivos vuelven como espectros eléctricos a recordarnos que otra Internet existió.
Las piezas gráficas y sonoras que dormitaban arrulladas por el ronroneo del disco -ese murmullo electromagnético que a veces parece un canto de cuna cibernético- despiertan cada cierto tiempo. Reaparecen cual anfibios antediluvianos, buscando nuevas condiciones de vida en un ecosistema donde los navegadores ya no las reconocen, donde los reproductores no saben cómo leerlas. Se activan cuando alguien abre una carpeta vieja, monta un emulador o ejecuta un software extinto, y en ese gesto, devuelven al presente sus estéticas pixeladas, sus glitches, y también los afectos, las frustraciones, las esperanzas codificadas en sus líneas de programación.
mundo[>·<]interior funciona como un archivo excéntrico y caprichoso: se rehúsa a clasificar según un orden cronológico, no obedece taxonomías museográficas ni protocolos de conservación. Desde una reflexión sobre la materialidad de los medios, la fragilidad y arbitrariedad de la memoria, y la experimentación con lenguajes de programación y sus estéticas, este archivo revisita -de forma íntima, paródica y evocadora- nuestro devenir cultural, atrapado entre la fascinación tecnológica y sus ruinas.
El título de la muestra tomó como inspiración la canción Mundo Interior del programa 31 Minutos -caprichoso gusto compartido entre curadora y artista-. El videoclip muestra la siguiente escena: una tortuga en busca de amistad, es rechazada por las liebres que desprecian su invitación a conocer su “mundo interior”. Solo un caracol acepta entrar y descubre un palacio opulento y frívolo ostentando con sirvientes. El caracol decepcionado, invita a la tortuga a visitar su mundo interior. Entonces aparece un espacio sin perspectiva, abstracto, de paletas iridiscentes y psicodelia. Ese contraste entre la superficialidad decorativa y la profundidad alucinada puede parecer, a simple vista, una anécdota para niños. Pero acaso lo que allí se insinúa es que el mundo interior -sea el de una tortuga, de un caracol o de un disco duro- no es algo que importe a todos, ni mucho menos algo accesible a simple vista. Requiere de cierta sensibilidad, de alguien dispuesto a detenerse, a invertir tiempo en abrir carpetas que nadie más miraría, a exponerse a lo sorpresivo y lo inútil. Porque en el fondo, hurgar en ese mundo interior es enfrentarse a un territorio que no promete nada más que lo que aparece: fragmentos, rarezas, errores, tesoros mínimos. Así como descubrimos la psicodelia inesperada de la interioridad del caracol, escudriñar en los respaldos digitales de Mackern exige la misma disposición: perderse en un laberinto de archivos sin garantías, dejarse llevar por un hallazgo inesperado que, quizá, no le interese a nadie más. Y, sin embargo, en ese gesto de curiosidad radical, se ilumine otra manera de habitar lo digital.