Si se pudiera realizar un catastro de toda la producción fotográfica realizada en el mundo desde que el invento de Daguerre revolucionó el campo de las imágenes, probablemente nos encontraríamos con que el tema fotográfico más dominante entre las miles de copias en papel o en el entramado binario de los píxeles es, sin lugar a dudas, la pornografía.
Generalmente se suele hacer comparecer lo erótico y lo pornográfico como si se tratase de antinomias en donde lo pornográfico estaría emparentado con el “mal gusto” y por tanto sujeto al desprecio social e intelectual. Y el adjetivo “erótico”, en cambio hubiera surgido, cual papel celofán para recubrir las obras artísticas (imagen o texto) con contenido sexual, eximiéndolas así de culpa y convirtiéndolas en un producto culto y valorado socialmente. El paso del tiempo y el contexto jugarían como filtro entre estos dos conceptos. Sólo con la distancia que da el calendario es que se ha desdibujado el carácter pornográfico de los frisos Kajuraho en la India, o la alfarería Moche, por ejemplo. Mientras el contexto (una galería de arte) ha convertido a algunas fotografías de Maplethorpe en eróticas, haciendo que pensadores como Barthes, la sitúen en el plano de lo erótico, aduciendo que en los primeros planos de sexo explícito, el punctum estaría desplazado en la textura y no así en el motivo.
Más que establecer un límite entre lo erótico y lo pornográfico, me inclino por incluir a la pornografía como otro artificio más dentro del universo de producción simbólica generado a partir de la sexualidad, cuyo origen etiológico pareciera ser sólo la reproducción de la especie, pero cuyas aristas y expresiones parecieran infinitas.
Etimológicamente, “pornografía” significa “escritura de la prostituta”, pero con los siglos la palabra designó de manera imprecisa a toda expresión que pretendiera despertar deseos sexuales. Se suele considerar a la pornografía como un terreno en donde sólo se mueven las peores y más vergonzosas patologías de una sociedad enferma. Sin embargo, por oscuro que parezca este territorio, la gran cantidad de producción de imágenes con contenido sexual -desde las pinturas de un hombre pájaro con el sexo erecto en las cuevas de Lascaux, pasando por los frescos pompeyanos (considerados
“patrimonio de la humanidad”), hasta la explosión de imágenes lascivas en la web- nos dejan ver que es una realidad innegable y que se impone a las represiones o valoraciones morales e históricas.
La fotografía, instrumento diabólico
Con el nacimiento de la fotografía, la representación de la sexualidad entró en crisis. Ya no se trataba simplemente de la subjetividad de un pintor plasmando en una superficie imágenes “indecentes”. La cualidad indicial de toda fotografía da fe de que lo que está ahí representado, efectivamente fue. La imagen fotográfica como huella era la particularidad que la condenaría, pero también la que en su momento la salvó de ser excomulgada por la iglesia.
Treinta años duró el juicio seguido por el Vaticano hasta que este nuevo artilugio fuera absuelto de la acusación de “instrumento diabólico” esgrimido por la iglesia en 1842. El principal argumento a su favor, fue que la nueva invención catapultaría como “episodio creíble” el que la imagen de Cristo hubiera quedado plasmada en el llamado “Manto Sagrado” o de Turín. Así, Santa Verónica llegaría a ser la patrona de los fotógrafos y del invento mismo. Cualquier “mal uso” de la fotografía sería considerado de responsabilidad individual. Y tales responsabilidades caerían pronto sobre varios.
Sólo entre 1840 y 1860 se registran más de cinco mil daguerrotipos de carácter erótico, y ya en 1845 se pueden encontrar calotipos (negativos de papel predecesor de la fotografía) que dejan poco lugar a la imaginación.
En Paris el año 1861, una publicación periódica llamada El Monitor de la Fotografía, denunciaba como creciente “un vergonzoso tráfico al cual se dedican hace varios años, ciertos individuos que deshonran el arte que nosotros queremos ver ennoblecerse”. Se trataba de colecciones de material pornográfico de alto calibre, que circulaban de preferencia entre las clases más altas. Paralelamente, la fotografía pornográfica era utilizada como ácida herramienta política de sátira y provocación. En Italia, el matrimonio compuesto por Antonio Diotallevi y Constanza Vaccari realizaba los primeros porno-montajes, divulgando incendiarias láminas que representaban a la reina Sofía y su esposo en complicadas posiciones sexuales. Misma suerte correrían el Papa y Garibaldi, entre otros.
La fotografía pornográfica fue despreciada y criminalizada, al contrario de la pornografía no fotográfica, protegida por el mercado del arte. En vistas de que la pornografía pintada o hecha a mano era mucho más cara que la fotografía, el mayor valor de cambio de lo obsceno purificaba lo indigno y la absolvía del pecado del original plagiado, de los policías, de la justicia, e incluso de los curas.
Si bien cuadros como la Olimpia de Manet aportaron una cuota de escándalo a mediados del siglo XIX, no existió una persecución tan declarada contra la pintura que refiriera erotismo, como sí existió contra la imagen capturada por medios mecánicos. Y es que la fotografía, introduciendo la realidad, el detalle, la carnalidad, hizo que la sexualidad se volviera altamente subversiva. Definida “sin discusión como una droga que intoxica el alma, mancha la conciencia, hace perder la inocencia, corrompe el espíritu, turba la mente, promueve el vicio y lleva al infierno”, era de temer.
Tal persecución despertó la creatividad de sus productores y traficantes. En 1863 el Monitor de la Fotografía publicaba el arresto de Phillippe Laufer con sus Bijoux Microscopiques, pequeñas miniaturas, que se vendían a 1 franco y que reproducían toda la genitalidad que los frescos religiosos velaban. Como estos artilugios, se desarrollaron otros con el mismo fin (taumatropio, viviscopio, zootropio) pero de los que no quedó registro.
Paradójicamente, fue gracias a la criminalística que un gran número de fotografías pornográficas en formato tradicional fueron conservadas y es posible conocerlas el día de hoy. Corrían los años 80 del siglo XIX, y los métodos científicos comenzaban a ser aplicados en las oficinas policíacas. Por medio de la fotografía se realizaron estudios centrados en la creación de una nueva ciencia carcelaria. La técnica consistía en relacionar las características antropométricas de los reos con cualidades morales. En Francia, Inglaterra e Alemania, las imágenes de la prostitución, junto a las fotografías tomadas con pretextos científicos y antropológicos de las prostitutas y homosexuales, se almacenaban en gran cantidad en las prefecturas de los palacios de justicia. Sólo en París se encontraron más de 100.000 fotografías pornográficas gracias a la ardua tarea de recolección de Eugene Francois Vidocq, comisario de policía. Tiempo después se intentó destruir este material, pero Jules Jarnes -otro funcionario policíaco- sería el encargado de salvaguardar este material en pro de la ciencia, mediante un exhaustivo trabajo de clasificación. La utilidad jurídica del archivo fotográfico de Vidocq, al que podríamos llamar jurídico-sexual, no sirvió tanto como registro jurídico, sino como registro antropológico.
Ya entrado el siglo XX el comercio de la fotografía pornográfica aumentó exponencialmente, desarrollándose una gigantesca industria editorial que encontraría su culminación paroxística en la inmaterialidad de los bits.
La irrupción de la pornografía en internet no sólo trajo consigo el florecimiento a menor costo de un mercado ya consolidado en la industria editorial, sino que fue precisamente lo que impulsó el desarrollo de la internet como plataforma comercial. La optimización de las descargas de imágenes y videos, el afinamiento de los protocolos de seguridad para las transacciones financieras, la eficiencia de los navegadores, etc., fueron inicialmente motivados y puestos a prueba por y para la comercialización de pornografía.
En un litigio por el dominio sex.com el demandante logró obtener la suma de 65 millones de dólares y la posibilidad de recuperar una marca que le permitiría facturar más de 500 mil dólares mensuales sólo por concepto de publicidad. Nunca una sola palabra -“sex”- había sido tasada tan alto.
Pero además, la fotografía pornográfica en la web expandió su potencial e implicancias sociales y estéticas, pues la vastedad de sus modalidades y la forma en que se inscribe en la sociedad no hacen sino evidenciar el carácter cada vez más complejo de la relación entre el sujeto y las imágenes como construcciones simbólicas que movilizan sentido.
Amparada por el secreto que otorga la privacidad del hogar, en donde cualquier rubor será disimulado por el fulgor de la pantalla del computador, la experiencia ante el producto u obra pornográfica ya no sólo se reduce al paradójico acto de gozar vicariamente de un placer que sólo se instala en la superficie del significante. Ya no sólo se excita el deseo de presencia garantizado en la ausencia inherente a la imagen, sino que es la propia mirada, basada en la “pulsión escópica” (deleite en las imágenes per se más allá de cualquier inteligibilidad.) de la que hablaba Lacan, la que se hace eje de rotación del sentido.
El nivel y volumen de producción pornográfica en la red crea un nuevo espacio en donde el terreno del deseo unívoco (sexual-hedonista) es desplazado por un imaginario simbólico propio y por sus estrategias de duplicabilidad y mutación que se han indiferenciado con la lógica del mercado. Las tácticas de seducción que presenta lo pornográfico, más tienen que ver con las señas y trazos de una estética publicitaria funcional, cuyo fin es ser engranaje en la maquinaria económica dentro de una cadena de producción dada. Con recursos retóricos como la hipérbole, la sinécdoque, o la metonimia se ofrece una construcción y escenificación de los cuerpos que no dista mucho de la venta de una hamburguesa.
Pero como la lógica del mercado es dinámica y poliforme, (el producto siempre inscribe su fecha de caducidad) la fotografía pornográfica como producto económico requiere de la variedad en la oferta. Ante la saturación de imágenes de caucásicas bisturizadas y latinos “superdotados” a los que nos tenían acostumbrados Play Boy o Pent house, en la red es donde se ha explotado la aparición de una gama mucho más extensa de escenificaciones de lo erótico o pornográfico, que van desde el “amateur” al “hard-core”. Pero este fenómeno no se da sólo con el fin de ofrecer un abanico de posibilidades acorde a un público diverso, sino además (y quizás principalmente) con el propósito de poner en vitrina una nueva estrategia de seducción que ya no sólo tiene que ver con la satisfacción mediada del deseo, sino con ofrecer al consumidor la posibilidad de convertirse en algo más de lo que su humanidad le permite, esto es, en ser el super-voyeur, aquel que puede verlo todo.
Como super voyeur, el sujeto se desplaza de la artificiosa frontera que la pornografía le entregaría, excediendo la mera satisfacción del sustituto virtual que le facilita el acceder a bajo costo a una experiencia sensible mediante una imagen, hacia un espacio-tiempo donde le sería permitido simular un estado de ubicuidad, en donde ningún detalle se escapa a su mirada, y donde el erotismo inherente de un acto sexual es superado por una visión casi clínica de la genitalidad de los personajes de la fotografía –zoom mediante-.
Este super voyeur no sólo estaría favorecido con un ojo ortopédico capaz y obligado a llegar a la insospechada microbiología de los cuerpos, sino además se constituirá como un ojo omnisciente capaz de recorrer una cartografía de conductas y prácticas, también insospechadas y que se perfilan inagotables.
Así, el objeto de la pornografía se vuelve menos la pornografía misma que la lógica y procedimientos de consumo visual que ella misma produce. Como en los hebreos o chinos, todo se convierte en una categoría, desmenuzada en rubros y géneros.
Si entendemos la pornografía como aquello carente de misterio, donde lo obsceno se hace sinónimo de transparencia y obviedad (frente a lo sinuoso del erotismo) la codificación y la hipersegmentación de la oferta de imágenes sexuales surgiría como una consecuencia natural, dado que clasificar es acotar el mundo, exponerlo y describirlo en el tablero de disecciones que la racionalidad auspicia.
De este modo y paradójicamente, lo que pudiera parecer un desborde de “lo animal” que conlleva o padece el ser humano, termina siendo contenido por la horizontalidad de la oferta, dejando lugar a que los límites más turbios de tales expresiones (snuff, pedofilia, zoofilia, etc) queden prácticamente anestesiados al convertirse en sólo un rubro más dentro de decenas de posibilidades. El mercado lo aguanta todo.
El catálogo imaginario de lo pornográfico disponible en la red ( adolescentes, mayores de 40, bizarro, interracial, bestialismo, lesbianismo, , cumshots, famosos, amateur, anal, blowjob, facial, orgía, masturbacion, etc., etc.) ya no se hace útil sólo en la medida que satisface las necesidades específicas de los consumidores objetivos, sino que se hace particularmente eficaz como elemento de seducción en la medida que permite a cualquiera acceder a todo lo que sea posible ser visto. Por lo menos el tiempo que dure la conexión en la red.